ECHEMOS las campanas al vuelo: al fin lo desaborido se empingorota a la dignidad del precepto tras el invento del «español genérico». Este prodigioso hallazgo musical propugna el exterminio de toda miaja de particularidad a la hora de hablar en español. Al grito de «vade retro Satanás» los reclutas de tan meritoria cruzada guadañan a conciencia los acentos que Dios nos dio al venir al mundo. Por ahora los invencioneros de esta lengua tan sólo han logrado imponer su descubrimiento en las publicidades de las «cadenas hispanas» de los Estados Unidos. Pero ya comienza a desembarcar en nuestras tierras asolando el carácter a su paso. En los años cincuenta el profesor de «La lección», de lonesco, había previsto la victoria de esta ñoñez tan guapetona: la bautizó con el nombre de «neo-español». Mientras tanto, el poeta sacrificaba lo visible a lo invisible.
En esos instantes de alivio que brinda la televisión entre sus amables rodajas de embustes o de patanerías, la publicidad de allende los mares susurra a los telespectadores sus pasmosos consejos en «español genérico». Esa portentosa maquinita que en principio debería únicamente servir para dejarnos los sesos como los chorros del oro, de sopetón detiene su prestación de lavado cerebral para informarnos con complacencia de cómo debemos de ver, comer, dormir, viajar e incluso limpiarnos el mismísimo trasero, pero siempre enhebrando su mejor «español genérico». Y a los que no les gusta que esperen a Dios con gula.
El provecho y la utilidad de esta innovación salta a la vista: imaginemos lo horroroso que sería para el fiel bebedor de gaseosas venezolano emigrado a Estados Unidos oír en la televisión una publicidad de su refresco favorito con acento paraguayo. ¡O viceversa! A los inspectores del «español genérico» se les retribuye infinitamente mejor que a los catedráticos que enseñan nuestra lengua, puesto que sus labores son infinitamente más peliagudas que las de éstos. Hay que verlos en los lindes de los platós oreja avizor espiando a los actores durante el rodaje de las publicidades. Las empresas de todas las naciones confían en estos linces para que ningún comediante de extranjis mancille el anuncio con un decir personal. En verdad estos actores disponen y gozan de un modelo tan perfecto como asequible, pero desgraciadamente inigualable: el habla de las computadoras. Artilugios que evitan la inmersión en las aguas originales de la existencia.
El éxito del «español genérico» es un avatar más del triunfo de la uniformización y de su retoño, la vulgarización. Simpáticas variantes de lo que Ortega y Gasset nombró la rebelión de las masas y el poeta Péguy, en la misma época: la victoria de la «pan-descortesía grosera y descarada». Lo cual, por cierto, en francés no «genérico» se dice más brevemente: la «panmuflerie».
Ciertos de nuestros encantadores entrevistadores, y en especial los meninos de la pantallita, rinden culto a esta uniformización tan afablemente sosaina. No saben salir de ella: temen perderse, sin brújula, en los laberintos de la particularidad. Con qué destreza hacen las mismas preguntas con el mismo traje, la misma sonrisa y en las mismas habitaciones. Cuartos que por graciosa antífrasis se les conoce por el nombre de «estudios». En mi querida patria, cuando me siento frente a ellos, cómo me regocija verles tan simpaticones, tan dicharacheros, preparando la pregunta sobre la Virgen María. Es de celebrar el arte de la repetición con el que sin descanso se me interroga sobre un hecho sucedido cuando yo tenía dieciocho años. Mi fruición alcanza su cresta cuando al fin se me piden cuentas marianas en «español genérico». ¿Pero dores sus pasmosos consejos en español no es aún más extraordinario y admirable que «El precio justo» o cualquier otro «maravilloso» programa de Televisión Española se celebre en Cracovia o en Yakarta, en Zimbabue o en Paquistán, con los mismos decorados, los mismos aplausos, los mismos regalitos y, lo que es aún más morrocotudamente difícil, con las mismas azafatas?
En Literatura los influyentes de toda la vida, hoy rojos, ayer azules, mañana ¿quién sabe?, quizás arco iris, defienden, premian y ensalzan al escritor «genérico». Ínclito personaje sin olor y sin sabor, tan disciplinado a la hora de glorificar los valores establecidos como vilipendiador a la de ultrajar las causas perdidas o atropellara los vencidos Valores establecidos, causas perdidas y vencidos que designan los caciques de «lo que hay que hacer» con el socorro de la ética «genérica» Da gusto ver a unos y otros, ínclitos y caciques, recibir o dar los mismos trofeos, haciendo las mismas reverencias, pronunciando los mismos discursos y recitando la misma lista de agradecimientos. Son laureles, primas y medallas que coronan la docilidad y la sumisión al poderoso caballero de hoy: Don Conformismo. Este simpático tirano tan «fan» hoy del marqués de Sade como ayer devoto del Kempis, ha conseguido alzar la sinsustancia al cuadro de honor del saber vivir. Sus vasallos escritores, traicionando su propia inspiración al ponerse al servicio de los vencedores, adoptan un estilo sin chicha ni limoná de insípido manso merecedor de todas las distinciones oficiales.
A lo largo de la historia, como hoy, los pupilos de la sumisión triunfaron… inmediatamente como Salieri, el amordazador de Mozart. El poeta Meleto, tras poblar su frente de laureles gracias a sus versos, denunció a Sócrates como corruptor de la juventud y consiguió que fuera condenado a muerte. Razón tenía, pues, el filósofo negándose a ser un insulso ciudadano «genérico», reprobó el pensamiento de su época tan supersticioso como conformista. A la hora de morir se gastó una broma. Con el vientre ya frío por el efecto de la cicuta dijo a Critón sus últimas palabras: «Debemos un gallo a Esculapio. No te olvides de pagar esta deuda». Sócrates, en verdad, prefirió la ciencia a la superstición e Hipócrates a la Virgen de Lourdes en la que creían los atenienses: Esculapio, dios hijo de Apolo. Naturalmente Sócrates perdió frente a Meleto, no era bastante «genérico» La Medicina, hoy, sigue luciendo en su escudo a Esculapio. Dios al que Meleto y sus compatriotas obedientes donaban ofrendas en su altar -a menudo un gallo- para, por ejemplo, curarse la apendicitis.
Tras la caída del muro y la eclipse del porvenir radiante para la Humanidad parecían alejarse las previsiones de Orwell. Gracias al «lenguaje genérico», sin pesadilla orwelliana alguna y con toda suavidad, parece que llegaremos aún más deprisa que de la mano de organizaciones supranacionales como la Europa comunitaria a un mundo uniformizado. Paraíso terrenal en el que todos en concordia pensaremos de la misma manera, veremos los mismos programas, leeremos las mismas revistas del corazón, elegiremos los mismos dirigentes y hablaremos el mismo «no-lenguaje» de «1984»… y a lo mejor en menos que canta un gallo.
Lo malo es que siempre existirá algún sedicioso que en semejante tiempo de armonía se sienta como gallina en corral ajeno… O peor aún, que se obstine como Rimbaud «en venerar la libertad libre». Y es que el tiempo para los poetas se detiene a veces haciendo una pausa, colmado de sí mismo.