Arrabal Fernando

EL LIGUERO DE EMMANUEL KANT

FERNANDO ARRABAL
3 DE DICIEMBRE 1996

Version espagnole

LEYENDO la vida y la obra de Emmanuel Kant a menudo me asalta esta duda (¡macanuda!): «el filósofo… ¿era autista?».

Quizás el rasgo más peculiar y desconcertante de los autistas sea la rutina papalina que imponen a sus vidas. Se muestran incapaces de escapar a ella sin quebranto o sin espanto. En la. monotonía (hasta la monomanía) de la existencia de Kant no cabía variación ni vacación. Su filosofía analiza, invariablemente, «todo lo que nuestra razón legítimamente puede».

A las cinco menos cinco de la mañana entraba ¡sistemáticamente! su sirviente en su dormitorio y le gritaba como levantabanderas de cuartel prusiano (y en verdad había sentado plaza de joven como soldado prusiano): «Señor profesor, la hora ha llegado». Cinco minutos después, el filósofo, sentado en su mesa, bebía tres tazas tozas de té y fumaba una pipa ¡pipa! Todos los días él mismo y a la misma hora anunciaba a la pajarera cocinera desde la escalera: «Es la una menos cuarto». El ritual puntual de todos los actos de su vida, desde la comida al paseo, respetaba esta uniformidad sin falla, ni entalla. Se refería a ella como un atleta, era el Tarzán Weissmuller de la rutina, ¡y sin heroína! Pensaba que «no se puede probar por la razón la inexistencia de la razón».

Cualquier desidia hacia el programa previsto y bienquisto ¡cuán insoportable le era! Para no retrasar el instante tajante de la toma de su café todo estaba dispuesto: el grano molido en la cafetera, el agua hirviendo en el fogón esperando el momento exacto. ¡Estupefacto! De manera que cuando reclamaba el café, con fe y a toda velocidad el mucamo del amo lo preparaba, no sin provocar el desasosiego creciente (¡por segundos!) del filósofo fitólogo. La «verdadera» filosofía repetía es la que está comprometida con la existencia.

Andaba Kant con la meticulosidad y la metodología (¡metafórica!) que adoptan algunos autistas. Colocaba el pie en el suelo, perpendicularmente, golpeando ligeramente la tierra, de manera a colocar la planta entera sobre el suelo, ¡cual cojuelo! Su «Crítica» es precisamente la ciencia de los límites.

Los autistas no soportan el más pequeño cambio en la disposición de los objetos que les rodean. El filósofo pensaba que «la metafísica como saber objetivo es imposible». Cuando unas tijeras o un tintero cambiaba de lugar en su mesa ¡por sorpresa! incluso milimétricamente Kant se sumía en profuso y profundo conflicto y confusión.

Los trabajos de Sísifo del autista que tanto llaman la atención también los asumía con manía el filósofo: ataba y desataba impacientemente la cintura de su bata (¡qué lata!) hasta veinte veces por minuto en los últimos días de su vida. Eran sus pantomimas o mohines mágicos necesarios para sobreponerse y sobrevivir. La razón, creyó, «está subordinada a la imaginación».

Joey, uno de los autistas estudiados por Bettheleim, se servía de hilos imaginarios para enchufarse a la electricidad. Establecía este contacto para, por ejemplo, comer, dormir, o jugar. A Kant también le subyugaba la electricidad y explicaba ¡tantos fenómenos y prolegómenos a través de ella…!, incluso la súbita y pública muerte de los gatos de Viena ¡con gangrena!

El kantismo se esfuerza en analizar la relación entre actividad y pasividad… y descubre que la pasividad (receptiva) domina.

Laurie, otra de las autistas de la Escuela Ortogénica de la Universidad de Chicago, construía fortalezas sinusoidales dentro de las cuales se encerraba y protegía. A pesar de no saber hablar construía murallas perfectas de veinte metros y de cincuenta elementos cada una, con cortezas de pino. El enrevesado problema geométrico de erigir el ángulo sin romper la simetría de los elementos horizontales y verticales lo resolvía con acierto de superdotada. A Kant también le apasionó el arte de las fortificaciones y pronunció varias conferencias sobre ellas a militares de guardilla o guarnición. Su pasión autista por las ciencias exactas le llevó a conseguir la cátedra de Matemáticas antes de la de Lógica y Metafísica, ¡sin filípica! «Las matemáticas, proclamo, tienen una inclinación natural hacia el idealismo».

Hay autistas para los que el mismo hecho de respirar encierra una gran dificultad; para facilitarlo se sirven de mecanismos rigurosos. Para Kant la respiración y su método revestía esta misma importancia. Por ello sus paseos los daba, siempre sin compañía alguna. Para, sin hablar, poder respirar sólo por las narices. El aire de esta forma atravesaba, de encargo, un conducto largo. Por la boca el aire hubiera llegado demasiado rápidamente a sus pulmones teutones. No en balde pensó que «la filosofía es el fundamento de la ciencia… La idea es general, mientras que el ideal es individual».

Uno de los autistas de Bettheleim para beber utilizaba complicados sistemas de tubos construidos con pajas y rajas. Los líquidos llegaban a él aspirados sin que «tuviera la impresión de haberlos succionado él mismo». Como Kant con la respiración. «Sólo hay ciencia aplicada» confesó.

El número de sus invitados no podía ser menos de tres (como las tres gracias) ni más de nueve (como las nueve musas). Se envolvía para dormir en una sábana como tantos niños autistas o personajes de «tebeos». Pasaba la noche en su capullo como un gusano de seda o una momia. «El hombre, decía, es demasiado bueno para un dios y demasiado malo para el azar».

Kant tenía que ver siempre (más bien: «que poder ver») el mismo paisaje y rodearle las mismas personas. Cuando al final de su vida su nuevo secretario quiso tomar por las mañanas el té con él, tras arduas porfías aceptó, pero con tal de que «no estuviera en su ángulo de visión» Cuando los álamos de su vecino crecieron tanto que le impidieron ver la torre de Lobenicht, angustiado no pudo meditar hasta que se podaron.

Joey, el autista, construía sutiles máquinas que, por ejemplo, cambiaban la electricidad alterna en continua o prevenían todos los accidentes que pudieran ocurrirle.

De la misma manera Kant inventó el liguero. No podía soportar las ligas que sostenían sus medias de profesor. El aparato ingeniosísimo que ideó con un resorte de reloj sobre una rueda llevaba dos cabos ciáticos que enlazaban, por la región interna y externa de la pierna, con los ojales que construyó agujereando sus medias. Este primer avatar del liguero, tan complejo como frágil, le permitió sin aperturas ni apreturas mantener sus medias y su dignidad a la altura adecuada.

Gracias a tan autista artilugio el filósofo que no conoció el orgasmo y sus espasmos inventó la faja de muslo y remusgo más recurrente de la pornografía de opereta y alcahueta. Como expresión imaginada de la «crítica de la razón pura», es decir del poder de la razón en general.

Las tres interrogaciones kantianas «¿Qué puedo saber? ¿Qué debo hacer? ¿Qué me es permitido esperar?» fueron ilustradas por el más modesto y menos molesto de los accesorios vestimentales: el ligero liguero de Emmanuel Kant.