«¿Dónde haces el amor?». «¿Cuántas veces por semana?». «¿Con o sin preservativo?». El hombre no puede «amar» -piensa Chantal- sin que al día siguiente le interroguen investigadores o «sondeadores» (soeces). Son capaces de filmar, espiar y observar la autofelación de un feto. Incluso dentro del vientre (¡diantre! ¿no era sagrado?) de su madre su identidad no está protegida.
Cabía la sospecha- recuerda Chantal- de que el auténtico sicópata pudiera ser un falso aristócrata o un verdadero aristarco. En vista de ello han desenterrado a su madre, una pobre rusa. Y disecado sus huesos. Y examinado sus genes. Y hurgado en su desnudez más absoluta: la de su esqueleto. Tampoco se ha respetado la voluntad meticulosamente manifestada por Einstein en su testamento. Su fiel discípulo no quiso vivir sin contemplar los ojos de su amado (y finado) maestro. Antes de incinerarle se los arrancó y los metió en una botella de alcohol. Controlan cada uno de nuestros actos (¡sin tacto!), lo examinan y lo graban. En los grandes almacenes (o en los pequeños almadraques) las cámaras nos filman, ¡sin descanso! No nos zafaremos de ellos. Ni antes del parto, ni en el parto, ni después del parto, ni después de muertos. ¿Quién puede escapar de esta vigilancia general y desaparecer sin dejar rastro (¡ni padrastros!)? Chantal sabe que viva o muerta le pueden violar… su identidad:
«La Identidad» es precisamente el título de la última novela de Kundera. La identidad es la conveniencia de un ser consigo mismo, la conciencia que tenemos de nosotros mismos.
Chantal piensa también en la identidad de las ideas. Cierra los ojos: la dulce palabra «promiscuidad» acaricia su espíritu. «Promiscuidad de ideas»… todas las ideas -se dice- son intercambiables como todas las afirmaciones pueden frotarse, cruzarse, confundirse, magrearse, copular unas con otras.
Probablemente Chantal, la criatura de Kundera, imagine que creemos en nuestra propia identidad con certeza invencible mientras que la identidad de los demás se nos antoja mera conjetura.
A Chantal le tienta una idea sediciosa de seducción: aproximarse por detrás al hombre de la playa que sujeta los hilos de una cometa y observa el vuelo de su juguete (¡de carrete!); susurrarle al oído una invitación erótica con las palabras más obscenas. ¿Su reacción? Evidentemente, sin mirarla le diría entre dientes: «¡Déjame en paz, estoy ocupado!».
Chantal cree también que tenemos tendencia a valorar excesivamente la sexualidad. Sólo una minoría goza (o se alboroza) con ella. Todos codician la vida erótica y al mismo tiempo la odian como la causa de sus desgracias, frustraciones, envidias, complejos, sufrimientos.
Mucho antes del materialismo, Spinoza, Bruno o Paracelso creían en la identidad original y substancial de espíritu y materia. jQué miseria!
El paraíso original de todos los placeres físicos -según Kundera- no es otro que el del feto en su secreto. En una posición acrobática, inimitable por un adulto (incluso culto) el feto practica la autofelación. Todas las abuelas del mundo (atrabiliarias o atractivas, púnicas o púdicas) si lo supieran sé conmoverían.
La identidad ¿es prueba de espiritualidad? En todo caso es el sentimiento más íntimo (e implícito) con el que topa la existencia.
Chantal cuando tenía diez y seis años quería ser esencia de rosa, un perfume expansivo y conquistador; penetrar en todos los hombres, abrazar al mundo entero. Pero no era mujer nacida para cambiar de amantes o galantes. El sueño vago y lírico se esfumó. Años después entrando en un café de la playa pudo comprobar que los hombres ya no se daban la vuelta para mirarla.
La identidad es un concepto tan primitivo y fundamental que no es susceptible de definición… a no ser a través de la novela (idénticamente suya) que Kundera acaba de terminar.
Súbitamente Chantal siente una intolerable nostalgia por Jean-Marc, su amante. ¿Nostalgia? ¿Por alguien que está enfrente de ella? ¿Cómo podemos sufrir por la ausencia del que está presente? Podemos… si barruntamos un porvenir donde el amado desaparece; si su muerte, invisiblemente, ya está presente.
De joven a un compañero de Jean Marc le escandalizaba que un cuerpo femenino (¡albino!) sea una máquina de secreciones. No soportaba ver sonarse los mocos a una joven. ¿Sonarse los mocos…? -se dijo entonces Jean-Marc-: para mí es suficiente con ver su ojo pestañear o el movimiento del párpado en la córnea para sentir una repugnancia rancia, casi incontenible.
Jean-Marc, ya adulto, pensó que la mirada, la mayor maravilla del ser humano, la interrumpe regularmente un movimiento mecánico de lavado. Como el de un limpiaparabrisas.
Lamentablemente somos el alma de un cuerpo fabricado a la ligera. El ojo no puede mirar sin ser lavado cada diez, veinte segundos.
La identidad es la conciencia de nuestro yo en cuanto perdura a través de las transformaciones físicas.
Un día Jean-Marc ve a Chantal en la playa. La reconoce de lejos. La distingue tranquila, encantadora, infinitamente conmovedora… Está contemplando ella las olas, las gaviotas, las nubes. Teme él que un velero con ruedas lanzado como un bólido hacia ella, demasiado indolente… Quisiera gritarle, advertirle… Imagina su cuerpo destrozado por el vehículo… Se emociona… Ha pasado el peligro. Chantal se detiene frente al mar sin percatarse de que un hombre (él) le hace grandes gestos… ¡por fin! se da la vuelta, parece verle. Feliz de nuevo, levanta los brazos. Pero no le hace caso. La mira: lo que tomó por su moño (de otoño) es un pañuelo vejezuelo. A medida que se va aproximando (con pasos cada vez menos presurosos) esta mujer que él había creído ser Chantal (su amante) se va volviendo anciana, fea, e irrisoriamente otra…
La identidad ¿es la apariencia? ¿el aspecto bajo el cual se la considera?
Confundir la apariencia física de la amada con la de otra ¿cuántas veces Jean-Marc lo ha vivido? Y siempre con la misma sorpresa. La diferencia entre Chantal y las otras ¿es tan ínfima? ¿Cómo es posible que no sepa reconocer la silueta del ser amado, de la mujer incomparable?
La pérdida de la identidad implica el naufragio de la conciencia que tenemos de nosotros mismos. Como los ojos de Einstein bajo medio litro de alcohol en el culo de una botella.