FEDERICO, a tus poemas sobre Granada le faltan tranvías… es una poesía para putrefactos. «Carece de modernidad y de irracionalidad surrealista», sentenció Dalí.
Buñuel remachó el clavo afirmando: «”El romancero gitano” me parece muy Es una poesía que es lo suficientemente fina y aproximadamente moderna como para que guste» (dijo incorrectísimamente el machísimo don Luis) «a los poetas maricones y cernudos de Sevilla».
Lorca, tras el triunfo del «Romancero» se topó de bruces con el pitorreo de sus más admirados amigos surrealistas. Temiendo pecar de antiguo se dejó llevar al jardín de la «vanguardia». Dalí y Buñuel habían puesto en entredicho sus «limones redondos», «sus gitanos que van por el monte solos», su éxito. A su romancero, terminó por reconocer el propio Lorca, le faltaban tranvías. Hoy hubiera aceptado confesar que carecía de «imágenes virtuales». La pareja surrealista se había alzado ante él como modelo del último ismo. Lorca se dejó arrastrar por el embriagador terrorismo de sus amigos. Y gracias a ello sería capaz de crear un teatro plenario ¡más vital que la vida!
Soñó con sucesivos conocimientos sin apologías ni tanteos. Como si ansiara correr hacia los más modernos vehículos habitado por el ansia de renovarse completamente. Dalí y Buñuel afirmaban que «los esclavos ¡ni siquiera maldicen la existencia!».
Pero Lorca no podía empotrarse en la rigurosa disciplina a prueba de expulsiones del grupo de Dalí y Buñuel. Se resistía a aullar con los lobos. Se imaginó licántropo, hermoso hombre-animal. ¡Cuan surrealista hubiera sido enjaularse entre degradaciones y virulencias! Le hacía añicos el desenfreno de los discípulos de André Breton. Pero quiso deslumbrar a sus amigos censores… ¡desenfrenadamente!
Y ¿qué mayor desenfreno pensó que «El Público» Sería la… ¡Obra! Seduciría con ella a su pareja surrealista. «Una obra tan moderna y audaz que nunca podrá representarse. Porque mis personajes queman la cortina y mueren de verdad. Hay que destruir al teatro o vivir en el teatro».
Mientras escribía esta obra navegaba indisciplinado como si su íntimo yo estuviera fuera de su voluntad. Se imaginaba atravesando cataclismos como un niño, con irrisorio triciclo, envidiando la felicidad de las alimañas. Quería tener en la garganta un sabor a pavesas y cenizas. Sus ojos se abrían a un universo donde los aleteos de la esperanza no se distinguían de los zambombazos del terror.
Terminada la obra la leyó a un reducido grupo de amigos: Carlos (Morla Lynch) y Bebé (su mujer) desconcertados, estaban cada vez más incómodos ante la violencia y la homosexualidad de la obra. Cuando terminó la lectura Bebé casi llorando de consternación le dijo: «Me imagino Federico que no pensarás representar esta obra… irrepresentable».
En aquel instante a Federico le hubiera gustado «épater» a todos los «burgueses» y hacer saltar las galaxias. Desde entonces sólo quiso ser nada menos que huella. Tras la desastrosa lectura se sintió como el solitario roble con que se realza la roca. Enceldado en su imagen se refugió en su «desemejanza a todo» Buñuel podía bendecirle y Dalí apadrinarle… ¡ya!
Ufano declaró: «Mi obra es para dentro de muchos años». De hecho «El Público» se representó por vez primera en 1972, en la Universidad de Tejas. Y no fue publicada por expreso veto de la familia hasta seis años después.
Federico, en el firmamento, había plantado su albergue, pavoneándose con las estrellas. La ternura era violencia, la fama infamia, el encanto crueldad, el crimen purificación y el amor alegoría del tiempo y de la muerte. Evitó el arrepentimiento libando el pútrido beso del ídolo… como exigía Dalí. Su teatro ¡ya podría acoger. tranvías! ¡hangares de tranvías!
¡Con alma de zagal encandilado por! las repugnancias se preguntaron: ¿qué imagen echaré abajo? ¿qué improperio proferiré? ¿qué corazón destrozaré? ¿a qué bestia veneraré? ¿qué sangre pisotearé? ¿a quién me venderé?
Sus dos amigos le habían revelado un mundo que le permitía crear otro. A partir de aquel encuentro fijó lo inefable realizando viajes iniciáticos al borde del vértigo. Se dijo: «¡Anunciaré el tiempo del teatro prodigioso! Precisamente de la mano de aquellos dos revolucionarios medio foráneos llamados Dalí y Buñuel».
Con «El Público» Lorca realizó una hazaña a tientas en las fauces del crepúsculo. Los delirios surrealistas llovieron sobre los transpuntines de la alcoba provinciana. Encerrado en su humildísimo nacarón ¡cómo hechizó con sus delicadezas misteriosas! A todos, menos a Buñuel y a Dalí… Era la canción del amor de nunca acabar.
Y, sin embargo, se había repetido que iba a ser más moderno y surrealista que la parejita Daliñuel. Ante este llanto amoroso el tiempo, colmado de sí mismo, sin dejar de fluir, se detuvo en fábula. Cual perro mastín la realidad, prendada del poeta, se recostó a sus pies. ¡Con qué ligereza y fervor saltó Lorca la tapia que separa la existencia de la fantasía! Para sorpresa de todos, salvo de sus dos amigos surrealistas.
La violencia de la pre-guerra civil le penetró cada vez más amenazadora y densa. Bulliciosos alborotos le lanzaron incomprensibles desafíos. El Universo se asfixiaba con la intolerancia totalitaria en su seno. Se avecinaba un infierno de quemada tierra como vacío sensible. Anheló entonces tiempos mejores en las prístinas aguas de la existencia. Anheló volverse insolente e insólito con sensibilidad abarrotadora. Anheló emanciparse de todo y en tan pueril tránsito adquirió el poder de embrujar. Pero cuando quiso alzar la mirada hacia el amor se sintió arrebatado por el abismo de la incivil guerra.
Voy a terminar imaginando a Lorca en la Universidad israelí de Bar-Ilan 70 años después de su paso por Columbia University. ¿Qué nos hubiera dicho? ¿Las palabras que «El hombre primero» dijo al «Director» de «El Público»?.
«Mi lucha ha sido con la máscara para conseguir verte, a ti espectador de hoy, desnudo». Y sin necesidad, añadiríamos nosotros, ni de «imágenes virtuales» ni de tranvías.