Arrabal Fernando

EL MARAVILLOSO IDILIO DE LA TELEVISIÓN

FERNANDO ARRABAL
25 DE SEPTIEMBRE DE 2004

Version espagnole

CUANDO en un hotel de paso se enchufa el televisor, sin malicia alguna, aparecen los famosos. ¡Alucinante! Hasta el punto de que, dudando de la realidad, el telespectador asombrado se pregunta: ¿Estoy en el hemisferio occidental o en un chiribitil de castañueleras con cubrecorsé y mercachifles con fijapelo? ¡Un triunfo! Las perilustres de la actualidad sentimental son tan listas que una me dijo contemplando al Mediterráneo desde su palacio:

«¡Se da usted cuenta de la sartén que necesitaríamos para freír un acorazado!». Otro memorable que justamente aspira a un alto puesto en la baja política es tan profundo que lucubró: «Pero si existe otra vida tras la muerte ¿necesitaremos lavarnos los pies en el más allá?»

Los espacios para los divos más vivos son tan apasionantes que queman las cejas. ¡De lo que no serían capaces sus realizadores si hubieran aprendido a manejar una cámara! El talento del showman es hereditario, como el grito del samurái. Chapurrean el neo-español con un desparpajo que les envidia la rubia Albión. Y graban con tal intensidad de decibelios que conviene escucharlos con tapias en los oídos.

Los entrevistadores y sus célebres calcan a sus modelos americanos, pero con un tono chusco personalísimo. Parecen catedráticos de la Universidad Barbie de Ñoñolandia. Dicho sea para la mayor gloria de la industria altermundista satelizada inicuamente por el extranjero globalizante.

Los «reality shows» son tan osados, que los invitados se pasan el día y a veces hasta la noche realizando posturas que tan sólo se atreven a describir los chistes de Jaimito. Por si fuera poco, no les cuesta nada: aprovechan los trajes que dejaron Coros y Danzas del Frente de Juventudes. ¡Estos programas son tan prodigiosos que parecen filmados por una gramola disimulada bajo una braga!

Las ínfimas dificultades actuales nacen de los problemas que acarrean las traducciones del «americano». Por ejemplo, los actores mueven siempre el azúcar de sus tazas al revés. Por falta de subtítulos. Pero los ejecutivos son tan intrépidos que el día del eclipse de sol se metieron un termómetro en la boca para no marearse.

Los re-porteros son llamados así ¿por sus paradas? ¿por los parados? ¿o por sus paridas? Estos superdotados suelen confundir sus dedos con los tranvías de Tranvigudino. Pero no se puede estar en todo y ¡sin trole! Cuando se refieren a las trolas de nuestros renombrados ¡lo que saben! Me río yo de los Sherlock Holmes y su brigada de cotillas.

Los presentadores de los noticieros amorosos son presentadoras a causa de las piernas. ¡Tan presentes! Aparecen tan tiesas como ajos. El honesto telespectador se pregunta ¿tienen que informar de los desastres del corazón con un filete de ternera bajo cada sobaco? ¿Las torturan detrás de las cámaras camareros camorristas? Viven tan asustadas, que parecen sardinas mutiladas, venidas a menos y sin aceite.

El enviado especial suele ser varón. ¡Qué mustio se pone el pobre en cuanto no sale el sol por Antequera! Los animadores de las «divisiones de entretenimiento» tienen un sentido tan acabado de la eficacia que dan bastonazos a los boniatos para que maduren antes. Para que nos ríamos ríen a carcajadas constantemente con lo cual nos reímos a tiros. Que es lo que nos gusta a todos. Los artistas que vienen a triunfar consiguen dar la impresión, tan salerosa, de estar pasando un examen de baile de San Vito. Pero subjetivamente, con lo cual los pasos son aún más enrevesados.

Los productores de los programas de tipo «Gente» estiman que quien no es famoso ya no forma parte de la «gente». Por ello la verdadera gente (¡nosotros!) les contempla embelesada como si fueran marcianos. Estos productores son tan chistosos como chismosos. Da gusto ver sus producciones, como señalan todas las audiometrías.

Los directivos son tan eficientes que si sus padres les hubieran enseñado el sánscrito, a estas alturas serían ya todos emperadores de Tierra de Fuego. ¡Y habría que ver cómo subirían las importaciones de cerillas en aquel bendito país!  Con decir que en nuestros platós pronto se explotarán minas de chorizo y pozos de brillantina. Además se realizarán campeonatos de billar sentados en columpios para que los triunfadores aprendan a moverse.

Por puro masoquismo la gente tiene una misteriosa tirria tan injusta como visigoda por los jerarcas de la Televisión. Cuando precisamente es el telespectador con su mando a distancia quien decide el éxito de un programa. Pero ¿por qué los ejecutivos no les regalan a los espectadores irritados mantequilla de anchoa para suavizar las sábanas?

¿Por qué nuestra televisión es la más inmunda del mundo? preguntan algunos minoritarios quisquillosos al grito de «¡mueran las caenas!» Como si la Televisión no estuviera viviendo un maravilloso idilio amoroso con los Famosos. (Por mucho menos, Dante y Beatriz pasaron a la historia). Se aman, rodeados por la flor y nata de los ceros a la izquierda. Por ello la inmensa mayoría de los que les votan silenciosamente y hora por hora no abre sus cajas destempladas. Porque comprenden que la Televisión sin los Famosos carecería de entidad filosófica, como mayo sin su abril correspondiente.

La originalidad más sobresaliente de los programas sentimentales patrios brota de que no tienen ninguna relación entre sí. Como el invento de las gallinas. Asombra saber que estos espacios, como la escarlatina, han sido creados sin que nadie se haya dado cuenta.

Advierto a los que se quejan de vicio que todas las comparaciones son ociosas.

¿Quién les manda salir al extranjero? ¡Mal patriotas! Lo repito: venero a nuestras televisiones cuando miro a las musarañas. Son la expresión de lo que prefiere la mayoría que tiene en sus manos cambiar de programa. Las unánimes críticas resbalan como la mona sobre la seda. Por ello seré eternamente fiel a las teles del ruedo, incluso si los finlandeses me queman la planta de los pies.