Arrabal Fernando

EL PLACER DOLOROSO DE LLORAR

FERNANDO ARRABAL
26 DE NOVIEMBRE DE 1997

Version espagnole

PICASSO y Magritte ¡qué lejos vagan ya por el reino de los muertos! Deambulan por la zona de Tristan Tzara y Camus. Cuán prontamente se fueron distanciando de mí. Cioran, Dalí, lonesco y Beckett, desplazándose lentísimamente; se deslizan hacia los confines de la memoria formando otro grupo. Mi mejor amigo durante cuarenta años, Roland Topor, traspasó en abril el rastrillo del más allá. ¡Con qué cortesía mis amigos muertos se dejan adelantar unos por otros!

Creí que no podría vivir sin ellos cuando se fueron definitivamente… ¿hacia el inmenso sol? ¿Quién se deleita ahora con tanto genio, tanta generosidad y tanto humor allá donde ronca el infinito?

(Aparece también, pero en tierra de nadie, la figura de mi padre, tan cercana y radiante, como mi modelo insuperable. Sobrevivió tras escapar a la condena a muerte y a la muerte. Cuando hace 55 años se fugó de su cautiverio desapareció pero… para nunca más morir).

Con qué ilusión quise esconder a Topor debajo de la inmortalidad y sus venturas. Tratar de vencer a la muerte parece tan insensato. Pero en Egipto el «faraón» no moría, se reencarnaba en un dios después de su muerte. Como tampoco perecían sus cortesanos enterrados junto a él. ¿Por qué tuvo que abandonarme para siempre Topor (o Beckett) dejándome temblando en la soledad?

He soñado con Topor desde su fallecimiento. Aquiles en sus sueños, trastornado por la muerte de su amigo, también veía a su querido Patroclo.

El día del entierro de Topor el llanto me impidió concluir el discurso que pronunciaba en el cementerio Montparnasse. Quizás tampoco Gilgamés pudo acabar el suyo a la muerte de su amigo. La leyenda cuenta que a base de llorar consiguió hablar con su idolatrado Eabani.

El río de los llantos se llama Cocito y serpentea en la frontera del reino de los muertos. El cancerbero custodia la puerta: un perro con tres cabezas y cola de serpiente… es decir con rabo de eternidad.

La diosa de la justicia, según Ovidio, administró un bárbaro consejo a los supervivientes del diluvio angustiados por la muerte de sus familiares: «No sollocéis. Tirar los huesos de vuestros mayores a vuestras espaldas». Pero a mí solo me consuela repetir los gestos y palabras de mi amigo y conservar la gracia muda de su último soplo.

Me siento tan próximo a Yami: cuentan los «Brahmana» que incapaz de olvidar la muerte de su amigo Yama detuvo el tiempo reiterando su convencimiento sin parar: «Solamente hoy ha muerto». Por ello los dioses crearon la noche para que al despertar se olvidara de la muerte de su amigo. En las tinieblas de mis noches boga a la deriva el recuerdo roto.

Los bienintencionados trataron de aliviarme entapujando incluso el instante de la muerte: «Topor murió sin darse cuenta», «sin sentirse morir», «ni siquiera dijo adiós». Prefiero a aquel personaje de Tolstoi que dijo «en nombre de Dios dejadme morir como es debido».

Ya no se encubren las partes pudendas pero se escamotea el fatal naufragio de la muerte. Violando reglamentos y puertas pude llegar al cuarto del hospital donde le habían enceldado tras la muerte. Pude besar aún caliente su rostro que ya nadie iba a lavar.

En Egipto a los muertos lavados, llorados, purificados, momificados, se les alimentaba simbólicamente durante años. Mi amigo Nakako y su mujer granadina Beatriz, me invitaron a comer en su casa de Kyoto… con los muertos del marido. A cada uno el anfitrión le sirvió un cachito de su manjar preferido y llenó un dedal de vodka para su tío de Yamanasi aficionado a esta bebida.

Gilgamés, hace 4.000 años, combatió a monstruos y a toros alados, pero el huracán del dolor le bamboleó aturdido tras la muerte de su amigo. Tanto sufrió que no aceptó a la Muerte. Incluso quiso vengarse de ella. Cómo le comprendo.

Salió en busca de la yerba de la inmortalidad para resucitar a su inolvidable amigo. Se fue más allá del lago Trepasis sin escuchar la voz de la razón.

Y dio con la yerba milagrosa, porque Gilgamés sabía que los  dioses crearon a los hombres inmortales. Así lo cuentan todas las mitologías. Cómo me cuesta tener que aceptar que ha muerto ¡para siempre! Topor (o lonesco).

¿Por qué los dioses no le ofrecieron a Topor (o a André Breton)  como al panadero Adapa de Mesopotamia la bebida de la vida eterna? La leyenda cuenta que instigado por el dios de la ciencia, Ea el panadero rechazó el brebaje de la inmortalidad. Topor no se  hubiera dejado embaucar por  charlatanes. 

Desgraciadamente cuando Gilgamés, de vuelta con la yerba de la inmortalidad, se arrodilló en una fuente para apagar su sed la serpiente («el animal que muda eternamente») aprovechó su instante de descuido para robarle su precioso tesoro.

Homero también nos cuenta cómo Deméter asperjó al hijo de Metanira con una ducha de llamas purificadoras. Cuando la madre gritó asustada, Deméter, sorprendida, dejó caer al niño en las ascuas. «Por tu locura Metanira tu hijo murió abrasado y no será inmortal».

La pérdida de la inmortalidad fue siempre debida a un detalle absurdo o un error ridículo (¿cuál he cometido yo para que se muera Topor?) como la manzana de Eva. La luna diosa de la inmortalidad fue pisada por el hombre una sola vez (en 1969) sin «lendemains qui chantent». Quizás el cosmonauta Armstrong (frente a la luna) hubiera querido gritar como Aquiles (frente a Ulises) «prefiero ser esclavo a reinar en el imperio de los muertos».

La mitología nórdica construyó el artilugio que requiere mi dolor para volver a ver a Topor: «Entre la vida y la muerte, entre el cielo y la tierra… hay un puente ¿no lo has visto? Tiene tres colores. Tú lo llamas arco iris».

Los «inmortales» se alejan de mí para subir al Cielo, al Paraíso, o al inmenso sol. Los egipcios imaginaban que los elegidos retozaban en prados de estrellas mamando eternamente el seno de la diosa Nut. Homero suponía que «la más dulce vida» se daba en los confines de la tierra, en los Campos Elíseos. Platón creía en una Isla de Bienaventurados y Píndaro en un segundo Olimpo reservado para los mejores. Mientras que para los más humoristas Próteo concibió un paraíso con rebaños de focas.

Yo también oigo, como las criaturas de la Odisea, los mugidos del toro pero también los silbidos de la serpiente. ¿Por qué tuvieron que morir Topor y mis amigos? ¿Es hoy el hombre menos inmortal que nunca?