PARÍS se viste de gala para estrenar «El público», de Federico García Lorca. La obra ha inaugurado con rumbo y esplendor uno de los teatros más suntuoso y mejor equipado de Europa: Le Théâtre National de la Colline. Viendo el lorquiano y vandálico espectáculo que Jorge Lavelli ha realizado de la obra postuma del granadino, con tan singular talento, genio y figura, me vino a la mente un recuerdo:
Cabalmente, treinta años después de Lorca, en 1959, visité Nueva York por vez primera. Como él, y como los conquistadores españoles, para aquella primera romería hacia el Nuevo Mundo, llena la cabeza de humo, me hice a la mar en un barco. La Fundación Ford, que me invitaba, decidió instalarme en Columbia University. La Universidad, por su parte, me alojó en uno de sus altos edificios-dormitorio: el John Jay Hall. Y precisamente en la habitación 747, del séptimo piso. Años después me enteré de que Lorca había sentado sus reales en aquel mismo aposento cuasi monacal. A pesar de visitar todos los años los Estados Unidos, nunca tuve la curiosidad de volver a «nuestro» cuarto. Por fin el año pasado me entró la morriña del pasado y andando a la husma volví a nuestra primera estancia neoyorquina. Muy poco había cambiado el John Jay Hall durante aquellos veintisiete años, como si el tiempo hubiera echado el ancla. Las mismas puertas, el mismo pasillo, los mismos colores; tan sólo podía sorprender al antiguo pupilo la presencia del sexo femenino, proscrito durante mi pasado hospedaje… Pero en el séptimo piso ya no existe la habitación 747. Como si el destino se hubiera regodeado, dando una pirueta simbólica, el dormitorio que fue de dos dramaturgos del siglo… ha sido transformado en salón abierto de televisión.
«Creo que el hecho de haber nacido en Granada me da una comprensión y una simpatía hacia los perseguidos el gitano, el negro, el judío, el moro- que cada granadino lleva un poco en sí mismo», dice Lorca, condenando con ello ciertas opiniones absurdas que le inspiró la soledad de Manhattan. Era la época, en plena República, cuando todo un teatro de Barcelona, tras oírle recitar «El romancero de la Guardia Civil», se levanta y le aclama: «¡Viva el poeta del pueblo!».
Pero en este mismo momento hace una declaración para precisar su credo: «Ahí tienes el caso de Alberti y de nuestros mejores poetas, que ahora, luego de su viaje a Rusia, ha vuelto comunista y ya no hace poesía, aunque él lo crea, sino mala literatura de periódico. ¿Qué es eso de artista, de arte, de teatro proletario? El artista, y particularmente el poeta, es siempre anarquista en el mejor sentido de la palabra.»
Los grandes autores (Homero, Cervantes, Dante, Goethe), como ha evidenciado el propio alquimista Fulcanelli, son en verdad iniciados. Lorca ha escrito, como ellos, una obra en la que, además de dar al mundo un ejemplo del genio humano, nos ilumina acerca de los conocimientos herméticos de los que era depositario y que se sentía obligado a transmitir a sus semejantes. El gitano de Lorca es el «aegyptanus» cabalístico con el triple don del conocimiento, del ritmo y la gracia. Su intrepidez como apogeo de la forma está habitada por el soplo divino de los herméticos. Su mansión filosófica es el teatro.
El teatro es tan frágil y tan emocionante que se diría que toma el trote a contrapelo; las pantallas de la televisión ocupan su espacio con tanta altanería como desmaña y de paso envían al dramaturgo a las catacumbas. Desde ellas el hombre de teatro contempla el mundo como un privilegiado que a nadie tiene que rendir cuentas. Lorca y Artaud, en los años treinta, pensaron ya el teatro de hoy… y los dos murieron trágicamente. Antonin Artaud salió de este mundo encerrado en una camisa de fuerza, mientras sus loqueros le atornillaban la cabeza con los espinos del «electrochoque».
En el centro de Andalucía nace García Lorca en 1898, y muere fusilado en 1936. Para su admirador Jorge Guillen, Lorca es «el gran andaluz»; para su detractor Jorge Luis Borges, «un andaluz profesional»; para su amigo Pedro Salinas, «un andaluz ejemplar», y para su compañero del alma Buñuel, «un andaluz legítimo». Andalucía (Vandalusía) significa tierra de los vándalos, como la Cataluña (Gothalogne) de su idolatrado Dalí es la tierra de los godos. Los vándalos, que habían vivido durante siglos a orillas del Báltico, impulsados por el ejemplo de los hunos, decidieron conquistar la gloria, es decir, el mundo conocido. Cruzaron al galope la antigua Galia, ocuparon España y, por fin, se instalaron en África del Norte, donde crearon un reino en Cartago con la esperanza de asaltar el centro del mundo. Por fin, en 455, con Gensérico a la cabeza, saquearon a gusto las colinas de la Roma decadente. El Imperio Romano de Occidente fue asaltado por aquellos insumisos. Su teatro de cartón para actores domesticados se convirtió en el gran teatro del mundo del ruido y del furor. Hoy en esta colina parisiense (Téâtre National de la Colline), medio siglo después de su muerte, como el Cid sobre su «Babieca», Lorca ordena la última batalla del teatro vandálico.