Arrabal Fernando

LA VACA QUE SE TRAGÓ AL HÉROE

FERNANDO ARRABAL
19 DE JULIO DE 1993

Version espagnole

«¡SOCORRO!» es la exclamación que oímos por doquier ante el cataclismo económico que se avecina. Un vasco ministrable vertió al «neoespañol», sin ayuda de lonesco, el SOS: «¡Nos vamos al garete!»

La mayoría de los ciudadanos sienten a sus espaldas la presencia de un «drácula» babélico chupándoles sangre día y noche y amenazándoles con dejarles exangües. Acechan la hecatombe anunciada, en vilo.

Aquellos que no se sienten ni huérfanos ni viudos cuando se habla de disminuir el papel del Estado sueñan con la «desamortización» moderna de éste. Es decir, con la venta de todos y cada uno de los bienes estatales, carreteras y minas, compañías y empresas, puertos y aeropuertos, y con repartir el potosí entre los inmolados. Creen que si no se efectúa, al fin, este traspaso asistiremos al estreno de la exacerbación. Por ahora la desesperanza late aún sin ruido ni estremecimiento.

En su día la «desamortización» de los bienes de la Iglesia pareció igualmente utópica. «La puesta en venta de los bienes de manos muertas, mediante disposiciones legales», fue rechazada, como quimérica, por la mayoría bienpensante. Sin embargo en 1738 Felipe V ya la había comenzado enajenando los tercios diezmos de Valencia. En 1855, tras la victoria de la razón, se creó la Dirección de Ventas de Bienes Nacionales. Los conservadores resistieron hasta el último soplo: «España perecerá con la desamortización,  buscaremos  un día en su piel de toro si verdaderamente existió.»

Marcel Proust recuerda («En busca del tiempo perdido») cómo en Francia hasta «los republicanos más lúcidos» creían que sería «pura locura» llevar a cabo esta transformación… Y, sin embargo, reconoce que «fue tan sencillo realizarla como echar una carta a un buzón».

Los funcionarios apuestan hoy fortuna, talento y esperanza por la solvencia del Estado. Y por la incorruptibilidad de sus dirigentes. Pensionistas y trabajadores apuestan además sus cotizaciones. Todos se han convertido en rehenes de una «solidaridad» que todo lo fagocita. El cáncer económico que provoca el Estado terminará, tras la bancarrota del monopolio de la «solidaridad», por devorar a los ciudadanos… salvo un puñado de afortunados y de altos militantes ceñidos a sus maravillas cuajadas.

El monopolio de la «solidaridad» obligatoria, creado por el nacional-sindicalismo de los años cuarenta, se ha ido tragando como un ogro Leviatán no sólo una gran parte de las riquezas de todos sino, lo que es peor, las cotizaciones que los más pobres fueron pagando semana tras semana con la esperanza de estar asegurados.

Los más necesitados se ven obligados a asegurarse, por la fuerza, en la compañía de seguros más cara, de peores servicios, más corrompida y menos solvente: el Estado. Este tris sin historia tan tercamente voraz.

El monopolio estatal de la «solidaridad», nos repiten los propios dirigentes, requiere más dinero, cada vez más dinero, dinero sin parar… Pero el aumento anual y ritual de su presupuesto no consigue nunca frenar la deteriorización de servicios. Ciénaga asolada, con sus cuervos.

No es necesario ser libertario, ácrata o anarquista, discípulo de Mijail Alexandrovich Bakunin o incondicional de Buenaventura Durruti para afirmar que el derecho individual es el instrumento indispensable para someter la sociedad a la ética.

Los derechos colectivos o sociales no existen. Son infracciones al derecho individual.

La «solidaridad» obligatoria es una monumental violación de la moral. No se enciende la esperanza con la desesperanza.

Los dictadores del siglo XX practicaron (y practican) el canibalismo ético. El altruismo que impusieron por la fuerza y cuyos beneficios administraron tiene como premisa que la dicha de ciertos ciudadanos precisa la desdicha de otros.

La seudomoral antropofágica supone que para hacer el bien de unos se requiere el sacrificio de otros. Esta pretensión equivale a la legalización del linchamiento.

El derecho individual es la fuente, la norma y el criterio de la moral. El canibalismo altruista no puede sustituirlo sin precipitar la sociedad en el caos. Lo único no se consume en la inmensidad del todo.

La más alta y ética finalidad del individuo es la de conseguir su propia felicidad. Con el instante colmado de presente.

El monopolio de la «solidaridad» administrado por el Estado acrecienta las taras que se proponía suprimir: incomprensión entre los ciudadanos, egocentrismo, arbitrariedad de decisiones administrativas, generalización de la insolidaridad y sobre todo explotación del hombre por el hombre. ¡Qué polvareda de infortunios!

Por si fuera poco, el caos del monopolio de la «solidaridad» provoca corrupción, desorganización hospitalaria, depauperización de centros médicos, enrarecimiento de un servicio adecuado, colas en los quirófanos y sobre todo bancarrota. Quiebra contenida cada año con nuevos impuestos cada vez más altos y dolorosos. Inagotable tragedia remolcada como asedio.

Al monopolio de la «solidaridad» estatal no le arruinan los gastos de «solidaridad» en sí, sino los de estructura. Es el pozo sin fondo del canibalismo tribal. Cataclismo al borde de la nada.

El poder está abocado a convertirse, a causa del despilfarro y la corrupción inherentes a semejante administración ciclópea, «en la parte visible de la infamia de los que lo detentan», como dice Roland Topor.

Los gobernantes y los afortunados no soportan la cochambrización del monopolio estatal de «solidaridad»: no toleran permanecer en un hospital «público» en cama inmunda, con orinal sin vaciar en pasillo destartalado. Tampoco aguantan con sonda plantado en el meato a que les llegue su turno, tras cola de doce meses, para operarse de próstata. Prefieren hacerlo en clínicas privadas… y extranjeras. El cotizante del monopolio de «solidaridad» obligatoria, sin franquicia ministerial ni faltriquera colmada de escudos, siente su miseria como un parásito del espíritu que va trazando círculos cada vez más reducidos y profundos en torno a la exasperación. Por menos motivos los parisienses asaltaron la Bastilla.

La mecánica cuántica, las matemáticas fractales, el principio de indeterminación, la teoría de catástrofes, la microbiología, la astrofísica, la gran unificación, la teoría del caos nos muestran, según los investigadores de hoy, que muchos de los «progresos» científicos van acompañados de regresiones. ¿Sólo sería inamovible el concepto arcaico de «solidaridad» preso en su yerro?

Antes de que todos «nos vayamos al garete», es decir, que el monopolio de la solidaridad nos ingurgite como la vaca de los «Vedas» se tragó al héroe, convendría organizar un debate nacional sobre la «desamortización» moderna del Estado: promover, urgentemente, una reflexión sobre tema tan candente realizada por ese corro de privilegiados que habiendo recibido el don de poder contemplar y describir la verdad y la belleza se han tornado auténticos y bellos.