AFICIONADOS a la soltura de mis papeles y aprovechando esta época veraniega de estudio y meditación miles de lectores me han escrito cartas anónimas acompañadas por sus carnés de identidad. Quieren saber todo lo que no se les dice sobre los ministros sin arrimos, alivios o rubores:
Por lo general, un ministro es un ser como los demás, aunque tan obtuso que si no hubiera agarrado semejante enchufe no serviría ni para reventador de neumáticos en el Gulf Stream.
Aunque todos provienen del mismo partido no son capaces de salvaguardar las últimas piaras aún existentes. Temiendo el fin de sus esparcimientos se cruzan de brazos, mientras se van extinguiendo los tigres de Bengala por falta de rebaños.
Que a estos incompetentes (desde el helado hasta el ardiente polo) se les confíe las riendas del Estado provoca tales berrinches que a muchos honrados ciudadanos con sólo verles les salen estigmas de salchichón por los sobacos.
Felizmente los ministros no son in mortales… Si no, ¡habría que ver lo que podrían alcanzar sus notas de gastos!
Cuando se les oye por la radio se tiene la impresión de que tratan de vender al honesto viandante la mitad sur del Trópico de Cáncer. ¡Y de estraperlo!
Cuando se les ve por la televisión (¿y cómo no se les va a ver en cuanto se enciende este trasto?), se puede observar que se dejan crecer las canas para taparse la caspa. Ni saben lo que pesan, ni quién asó la tanqueta. La gente se pregunta ¿por qué en vez de escuchar los avisos de sus consejeros no piden que un solista les cante «Don Giovanni»? ¡Serán catetos! Así va la política… y los ministros, dejándose influir por cualquier bocazas, abuchean a las tempestades.
Los Ministerios deberían instalarse en los cruces de carreteras. ¡Cuántos accidentes de coches se evitarían! ¡Si Robespierre y Luis XVI levantaran sus cabezas!
Los ministros se apandillan una vez por semana, como los pelos y la lengua, en Consejo de Ministros, ipero nunca en el tren botijo! ¿Por qué no comienzan el velorio cantándole «Amado mío» a un grillo? ¿Por qué no reúnen los Consejos de Ministros sin ministros? ¿Por qué el presidente no sienta sobre sus rodillas a Betty Boop? En verdad, el Consejo de Ministros es un mito inventado por los fabricantes de maletines.
Si los diputados pueden escuchar los discursos de los ministros dormidos, pero con los ojos abiertos como el Guadiana, ¿cuántos ciudadanos son capaces de oírlos sin amodorrarse? ¡Qué ejemplo para una juventud ancha como Castilla y aburrida como ostra en petaca!
Las esposas de los ministros están tan embravecidas con sus maridos que a menudo hacen huelga de hambre; lo cual es excelente para abrir el apetito. Pero aún sería más elegante que hicieran huelga de gazpacho.
En otros tiempos, los ministros hablaban el japonés y bailaban la jota, y viceversa. Hoy no saben ni bordar y, además, tienen tales complejos que se despiertan en cuanto cesan de dormir con una estabilidad que para sí quisiera la purga de Benito.
En vez de descubrir, como es su obligación, el origen de las auroras boreales, se pasan el santo día metidos en harina. Es de temer que por culpa de tanto polvo y por descuido, se traguen, cuando menos lo piensan, un ancla de dragaminas.
Los ministros no arreglan nada, pero lo descomponen todo, y ni si quiera son capaces de conseguir que los caballos canten el himno nacional. (Adjunto va un caballo por si algún ministro osa decir que miento. ¡Son más desconfiados que la Mariquita Pérez del Kamasutra!)
Son fotos como tocinos de cielo; que nadie se extrañe si ninguno de ellos ha recibido el premio Nobel de Levantamiento de Pesos.
Aprovechándose de la muerte de Salomón y de sus dos mamas, en pleno desafuero, escriben fascículos y libros blancos que nadie lee a pesar de estar llenos de páginas.
Para mayor escarnio, los ministros muy pocas veces se pasean por la calle en pijama o acompañados por cigüeñas. Por lo visto, a estos individuos… son los chorlitos los que les meten todas las ideas que tienen en sus cabezas.
Me pone nervioso oírles sin un mondadientes. Por si fuera poco suelen ser tartamudos a carta blanca, pues la inmensa mayoría sufre de una parálisis de boca que sólo desaparece cuando hablan.
Los ministros son de un antifeminismo semental. Hay que oírles con qué impertinencia me responden cuando les digo «mi querida señorita…». Por exceso de velocidad de sedimentación están siempre a punto de perder la lengua como la margarita de los puercos.
Ningún ministro es capaz de responder a las preguntas que puede formularles un ciudadano normal; como, por ejemplo: ¿qué medidas hay que tomar cuando uno se topa, de sopetón, con un guatemalteco bajo la cama de su propia esposa? El pueblo les da la espalda y con razón, en cuanto les oye hablar se marchan «ipso facto» en crucero por el Pacífico y en compañía de una ventana.
Hay que ser tozudo y cursi para soportar el fardaje de ministro. Como si no hubiera oficios menos humillantes en estos tiempos de paro generalizado. Tanto me encocoran que si estas líneas en vez de hacer parte de un artículo fueran de un sainete aprovecharía la ocasión para escribir la última réplica con el fin de saber si funciona o no el telón.
Ayer me llamó un ministro, sin rencor ninnguno le aconsejé, rematando mi plática con un pronóstico: «Mi querido chupatintas, ¿por qué no pasa el resto de su vida encerrado en una guitarra? ¡Así por lo menos aprendería el sol feo!» Dudo que me haga caso. ¡Peor para él!